Se debe tener algo en claro: todo lo que se diga de Nicolás Mario Rizzo siempre será insuficiente. Esta página no pretende abarcar lo que no ha podido una carpeta repleta de recortes que una vez le obsequiaron y que descansa en su escritorio. Porque el “Mono” es un compendio de más de medio siglo de historias de tinte ovalado, con una trayectoria que él mismo no alcanza a dimensionar y que atesora momentos invaluables para el rugby tucumano. Por eso, y por ser un verdadero caballero en un deporte de villanos, la Unión de Tucumán le agradeció otorgándole el Cap, la máxima distinción.

“Yo disfruté tanto del rugby que nunca me hubiese esperado algo como esto. ¡Si el que se divierte es uno!”, sostiene, con el acento de la Córdoba que lo vio nacer allá por la década del 40, y que tres décadas en el Jardín de la República no han podido desterrar.

Igual, quienes lo conocen saben que los honores no desvelan a Rizzo, autor de una célebre frase: “los triunfos y los campeonatos son para las estadísticas, los amigos para toda la vida”. Allí, en los afectos, reside la única victoria imperecedera del “Mono”.

“Y sí, son ellos los que te van a dar la contención. Vos podés tener títulos, pero si te falta a quién contárselo, con quien compartirlo, ¿de qué te sirve?”, plantea Rizzo, un ganador para el que el triunfo nunca fue lo más importante.

Viajero

Aunque su nombre esté asociado a Tucumán Rugby (donde se cansó de ser campeón entrenando junto a su amigo Willy Lamarca), al seleccionado tucumano (con el que venció a Francia, el triunfo más importante en la historia de la “naranja) y a Los Tarcos (primer club al que entrenó en Tucumán), el “Mono” siempre será de Tala, algo que nunca se molestó en ocultar por condescendencia. “La gente lo sabe, nunca lo escondí, y todos me bancaron así. Es mi club y voy por lo menos una vez al mes”, afirma.

Tan “blanquinegro” es que, allá por los 70, cuando la concesionaria en la que trabajaba lo mandó a establecerse temporalmente en el NOA, los fines de semana viajaba a Córdoba sólo para jugar con su club. “En ese entonces, a más de 200 kilómetros ya podías jugar en otro club sin necesidad de pase. Así fue que jugué dos años en Jockey de Salta. Pero a veces me necesitaban en Tala, y ahí nomás agarraba el auto y rajaba. Terminaba el partido y pegaba la vuelta, porque al otro día siempre me llamaban desde la central para preguntarme si había novedades”, recuerda, pero sin hacer gala de su sacrificio. Cuando hay amor (a los colores en este caso), las locuras son algo normal.

Tiempos de colimba

Si Nicolás aguantaba semejante trajín sin chistar es porque sus años en la Infantería de Marina lo habían templado como el acero.

“Nos pegaban unos bailes tremendos. Nos levantábamos y hacíamos 10 kilómetros. Después había que subir los médanos a la orilla del mar. Y las navegadas eran de terror, porque íbamos al sur, y nos mojábamos enteros en lugares donde hacía 10 grados bajo cero. Un infierno”, describe el ex tercera línea, quien a pesar de todo continuaba con el rugby. “Jugaba en el equipo de Puerto Belgrano y en el seleccionado del sur de Buenos Aires. Con semejante entrenamiento, andaba hecho una bala. Nunca tuve tanto aire como entonces. Era algo así como un Pladar, pero de hace 50 años”, compara, con gracia.

“A la hora de jugar, mezclaban algunos colimbas con otros de rango. Vos les tenías que decir: ‘señor, pásemela’, ja ja. No, en realidad durante el partido te dejaban que los tutearas”, aclara.

Mientras tanto, extrañaba horrores jugar con su club. “Pero un día me entero que a Tala lo habían invitado a un par de amistosos en Pergamino, y coincidía justo con mi época de vacaciones. Yo me mandé en tren, pero con una incertidumbre terrible. ¿Y si no iban? Las comunicaciones no eran como ahora, no tenía cómo saber. Lo grave es que si no iban, yo me iba a quedar varado en Pergamino, porque no tenía un mango encima para volverme a Córdoba. Por eso, cuando por la ventana divisé al equipo jugando, era tanta la alegría que agarré el bolso y me tiré del tren. Igual, aclaro que no iba tan rápido, porque ya estábamos llegando. Tampoco era el Hombre Araña”.

“Mono”

De Rizzo pueden decirse mil cosas: que comandaba a la “naranja” que venció a Francia y Costa Vasca, empató con Nueva Gales del Sur, se bancó al primer equipo de los All Blacks y se entreveró en batalla con los Springboks. Que mucho antes de llegar a Los Tarcos jugó un partido para Corsarios vestido de Tala, aprovechando que ambos son “blanquinegros”.

Y que la serenidad de su voz no es sinónimo de tibieza. “Nunca me gustó jetonear al lado de la cancha. Lo que no hiciste en la semana no lo vas a corregir ahí”, opina “Mono”, que por cierto ligó el apodo en la secundaria. “Un amigo me dijo que caminaba igual que un mono. Al principio me calenté, pero fue peor. Y me quedó”.